Erase una vez la ciudad de la perfección. Todo estaba
establecido.
Todo el que la habitaba tenía la virtud de ser agraciado,
atractivo y esplendoroso. En especial un individuo, Sarastro. No rozaba todos
los límites de la hermosura, sino que se sumergía en ellos.
La ciudad amanecía con su olor. ¡Soberbio! El roce de sus
manos hacía relucir el bronce como oro, del movimiento de sus pestañas parecía
colgar el mar, de su voz resucitaba la música como un eco en la montaña, la
brisa dibujaba su fisonomía inverosímil
y a la vez armónica, melódica, impecable, intacta. Su cuerpo provocaba el
delirium tremens de la envidia. Su belleza deseaba el resentimiento de la
esencia anómala. Su ser acarreaba el culmen de la palabra “perfección”.
Día tras día se consideraba más feliz y adorado, deseado por
cualquier mortal. Considerado invencible, faraón de la divinidad terrenal. No había día
en la ciudad de la perfección que no se hablase de la belleza de Sarastro.
Vivía, vivía mientras pensaba- “No podría estar más satisfecho
de mi mismo”-.
Como cualquier tarde cayó la noche, el horizonte oscureció.
Oscureció para no volver a aclararse con la luminosidad de la belleza. En
aquella noche cada uno de los habitantes de dicha ciudad perdió su hermosura,
sus cuerpos comenzaron a filtrarse de imperfecciones, desdichas y errores… de
enfermedades y miedos, sonrisas y llantos. Exceptuando a uno, a Sarastro.
La ciudad de la perfección pasó a llamarse Mundo. Todo
estaba establecido.
Cien días y cien noches conviviendo con la imperfección. Sarastro dejo de ser adorado por las gentes.
Nadie podía adorar algo que estaba sobrepasando el límite de lo instaurado.
¿Cómo iban a poder?
Desde el primer momento de aquel repentino cambio fue repudiado,
rechazado por sus notables diferencias. Aquella masa de gente ya no podía comprender cierta luminosidad. Su felicidad se esfumaba como un
castillo de arena construido en la orilla en un día de oleaje. Cien días y cien
noches fueron suficientes para conseguir que Sarastro se fuese consumiendo de
tristeza y de inseguridad. A la ciento y una noche murió. Murió por su ingrata
belleza. Por corromper.
Moría, moría mientras pensaba – “No podría estar más
insatisfecho de mí mismo”-.
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