Y allí estaba yo, como todos los años en la víspera de
Navidad, intentando adivinar que se cocía por allí arriba. Sí, desde muy enano me preguntaba qué hacían
mi padre y mi abuelo Enrique sentados durante tantas y tantas horas en aquella
mesilla, cuya superficie no era apenas capaz de vislumbrar por mi reducida
estatura, no porque fuese bajo, sino
porque era un simple ser de no más de siete años, que a pesar de las características curiosas y aventureras, típicas
de su edad, se preguntaba más “por qués” que cualquier otro niñito de su
generación.
Aquel año, al acercarme tan estrechamente a aquel
tablero de cuadraditos blancos y negros, de canto grueso y superficie
reluciente, sentía como por fin me rozaba la nariz con el borde de la mesilla.
Era capaz de sentir las ondas sonoras del golpe de las figuras al posarse
infaliblemente sobre sus respectivos cuadraditos. Observaba cómo mi padre
siempre mostraba la misma jugada, exhibía dos de sus peones blancos nada más
comenzar, intentando persuadir la mente de mi abuelo mientras realizaba movimientos absurdos y carentes totalmente de
ningún sentido. Pero, de repente, sin venir a cuento desposeía a la reina de su
principal posición como si la empujara al borde del abismo que era capaz de
suponer en una simple partida aquel tablero de madera sin apenas valor
material.
Como siempre, transcurrían no más de unas dos horas antes
de fijar mi mirada con atención en el dedo índice y en el dedo gordo de la mano
izquierda de mi padre y atisbar como éstos iban dirigiéndose hacia una de las torres para
atraparla como si fuesen parte de una de las pinzas de aquellas máquinas de
rescatar peluches que yo tanto odiaba, y empujarla por el pasillo de
cuadraditos hasta llegar al rey, y súbitamente escuchar el ansiado golpe del -jaque mate- que era capaz de producir
controversias y la vez multitud de satisfacciones, claro está, dependiendo de qué
labios desembocase aquel sencillo conjunto de fonemas: “ja-que ma-te” y púm,
infinidad de sensaciones.
Cuántas veces
había visto yo a mi abuelo dirigirse hacia la cocina refunfuñando por haber
perdido, con su taza de café en la mano, y excusándose en el cansancio que le
producían estas fechas de reuniones y excesivos gastos.
Mientras mi abuelo se quejaba, mi padre aprovechaba para
introducir cada una de las figuras en una caja de marfil que siempre se había
encontrado en la parte superior de una de las vitrinas del salón y que,
anteriormente, había pasado desapercibida a mis intereses. Analizaba como mi padre trataba con más cuidado
a figuras como la reina, el rey, los caballos o los alfiles y sin embargo a los
peones los desatendía por completo, los introducía en la caja con rapidez, sin
ni siquiera pasarlos por el trapo húmedo como hacía con las otras figuras.
Siempre me había parecido injusto, aquellas figuritas estaban hechas del mismo
material que las otras, sin los peones el juego no se podía llevar a cabo, y
aún así estaban repletas de obstáculos
para poder llegar a ejecutar la función que le habían otorgado
las normas del juego, que no era otra que defender a aquellas grades y
señoronas figuras, y sin embargo, después de todo, sus movimientos se sumergían
en un mar de limitaciones. Concluyendo, al final iba a ser verdad aquello de que
la vida, al fin y a al cabo no ejercía la justicia con igualdad.
A las seis y cuarto de aquel mismo día, mi padre me
convenció para dar un paseo por uno de aquellos agobiantes mercados navideños
que ponían todos los años en la plaza del centro. “Hace falta comprar algunas
cosillas”, decía siempre él. “Qué cosillas” me preguntaba yo, ¿todos los años
debíamos de tener la necesidad de comprar las mismas cosas?
Me parecía un poco absurdo. En fin, a regañadientes siempre
cedía, aunque solo fuera por intentar pillar algo éste año, aunque fuese una
manzana de caramelo de alguno de los carros de chuches que rondaban por los
alrededores del mercado.
Iba por la calle de la mano de mi padre, como siempre
mirando hacia abajo. Me había percatado que las baldosas del suelo formaban una
especie de rombos, que por lo menos en aquella tarde iban a tener por utilidad
convertirse en objeto de mi diversión. Mientras iba saltando y esquivando las
baldosas más oscuras, procuraba, como es natural, eludir las temerosas
alcantarillas, para evitar males mayores. Me encantaba observar con qué
perfección funcionaban mis piernas, no eran diferentes, eran sanas, delgaditas,
ágiles, medianamente fuertes, como las de cualquier otro niño de mi edad.
De pronto, mi padre me llamó la atención, mantenía el
dedo tendido en horizontal, apuntando fijamente a una tiendecilla de adornos
navideños que se encontraba a unos diez metros de nosotros, y me recordó que
debíamos de comprar una estrella para el
belén que el abuelo Enrique había montado para mí, ya que entre tanto alboroto
de cajas, éste había perdido la del año anterior. Comencé a mirarlas todas con
detenimiento, había de todos los colores y de todos los tamaños: enormes,
gruesas, medianas, apaisadas, pequeñas, brillantes, minúsculas… Vaya, infinidad
de modelos para elegir.
Al cabo de unos cinco
minutos, mi mirada se posó en una de ellas, ésta estaba en una esquina,
apartada del escaparate y de los mostradores. Era la mejor que había visto en
todo el puestecito. Avisé a mi padre con
mi inocencia y típico nerviosismo infantil, señalándole con seguridad la
estrella de la esquina, mientras decía “¡Esa, esa! Esa estrella es perfecta
para mí”. Mi padre llamó la atención de la atareada dependienta –“Señorita, ¿me
puede enseñar aquella estrella de allí?”- La chica se subió en el escalón de la
pequeña escalerilla que tenía a su derecha y alzó los brazos para alcanzarla.
Cuando la puso en el mostrador, mi padre y la chica se percataron de que
aquella estrella era distinta, que algo fallaba. La señorita se dirigió con
educación a mi padre y le comentó- “Oh, lo siento señor, le buscaré otra, ésta esta
defectuosa, le falta una de las puntas, la tiraré en cuanto pueda para evitar
confusiones”. Esas palabras de educación de la chica, sin querer, se
introdujeron en mí como punzadas de dolor en mi corazón. Fueron como un empujón
para atreverme a retirar el guante de mi mano izquierda y tener la valentía de mostrar
mi frustración. Me faltaba el dedo anular, nací con esa pequeña “minusvalía”
que a mí me había provocado multitud de limitaciones. Todos tenían las miradas
fijas en mi mano. Insistí en llevármela, dejando claro que aquella estrella era
perfecta para mí. La chica, un poco desconcertada y percatándose de su ingenua
metedura de pata, quiso regalármela, ya que en cierto modo sabía que no la iba
a vender. En ese momento mi padre se opuso con rotundidad, obligó a la muchacha
a vendérnosla por el mismo precio que podría tener cualquier otra estrella de
sus mismas dimensiones y características. Aquella estrella no valía ni más ni
menos, valía exactamente igual que todas, servía para decorar el belén de la
misma manera que cualquier otra, tenía la misma luminosidad y las mismas
cualidades para hacer la función de una magnífica estrella para un bonito
belén.
De camino a casa mi padre no paraba de mirarme
fijamente. Ese día me sentía distinto pero por primera vez en mi vida no me
sentía diferente, seguía siendo aquella estrella defectuosa y aquel peón con
limitaciones de siempre. Pero al menos esta vez se filtraba en mí algo tan ineludible
como la ilusión y la satisfacción. Mi sonrisa se culminó justo después de
escuchar las esperanzadoras palabras de mi padre: “Escucha enano, los peones,
pasito a pasito también son capaces de comerse al rey”.