domingo, 9 de marzo de 2014

Jaque al vammainen

Y allí estaba yo, como todos los años en la víspera de Navidad, intentando adivinar que se cocía por allí arriba.  Sí, desde muy enano me preguntaba qué hacían mi padre y mi abuelo Enrique sentados durante tantas y tantas horas en aquella mesilla, cuya superficie no era apenas capaz de vislumbrar por mi reducida estatura,  no porque fuese bajo, sino porque era un simple ser de no más de siete años, que a pesar de las  características curiosas y aventureras, típicas de su edad, se preguntaba más “por qués” que cualquier otro niñito de su generación.

Aquel año, al acercarme tan estrechamente a aquel tablero de cuadraditos blancos y negros, de canto grueso y superficie reluciente, sentía como por fin me rozaba la nariz con el borde de la mesilla. Era capaz de sentir las ondas sonoras del golpe de las figuras al posarse infaliblemente sobre sus respectivos cuadraditos. Observaba cómo mi padre siempre mostraba la misma jugada, exhibía dos de sus peones blancos nada más comenzar, intentando persuadir la mente de mi abuelo mientras realizaba  movimientos absurdos y carentes totalmente de ningún sentido. Pero, de repente, sin venir a cuento desposeía a la reina de su principal posición como si la empujara al borde del abismo que era capaz de suponer en una simple partida aquel tablero de madera sin apenas valor material.
Como siempre, transcurrían no más de unas dos horas antes de fijar mi mirada con atención en el dedo índice y en el dedo gordo de la mano izquierda de mi padre y atisbar como éstos  iban dirigiéndose hacia una de las torres para atraparla como si fuesen parte de una de las pinzas de aquellas máquinas de rescatar peluches que yo tanto odiaba, y empujarla por el pasillo de cuadraditos hasta llegar al rey, y súbitamente escuchar el ansiado golpe del  -jaque mate- que era capaz de producir controversias y la vez multitud de satisfacciones, claro está, dependiendo de qué labios desembocase aquel sencillo conjunto de fonemas: “ja-que ma-te” y púm, infinidad de sensaciones.

 Cuántas veces había visto yo a mi abuelo dirigirse hacia la cocina refunfuñando por haber perdido, con su taza de café en la mano, y excusándose en el cansancio que le producían estas fechas de reuniones y excesivos gastos.

Mientras mi abuelo se quejaba, mi padre aprovechaba para introducir cada una de las figuras en una caja de marfil que siempre se había encontrado en la parte superior de una de las vitrinas del salón y que, anteriormente, había pasado desapercibida a mis intereses.  Analizaba como mi padre trataba con más cuidado a figuras como la reina, el rey, los caballos o los alfiles y sin embargo a los peones los desatendía por completo, los introducía en la caja con rapidez, sin ni siquiera pasarlos por el trapo húmedo como hacía con las otras figuras. Siempre me había parecido injusto, aquellas figuritas estaban hechas del mismo material que las otras, sin los peones el juego no se podía llevar a cabo, y aún así  estaban repletas de obstáculos para poder llegar a ejecutar la función que le habían  otorgado  las normas del juego, que no era otra que defender a aquellas grades y señoronas figuras, y sin embargo, después de todo, sus movimientos se sumergían en un mar de limitaciones. Concluyendo, al final iba a ser verdad aquello de que la vida, al fin y a al cabo no ejercía la justicia con igualdad.

A las seis y cuarto de aquel mismo día, mi padre me convenció para dar un paseo por uno de aquellos agobiantes mercados navideños que ponían todos los años en la plaza del centro. “Hace falta comprar algunas cosillas”, decía siempre él. “Qué cosillas” me preguntaba yo, ¿todos los años debíamos de tener la necesidad de comprar las mismas cosas?
Me parecía un poco absurdo. En fin, a regañadientes siempre cedía, aunque solo fuera por intentar pillar algo éste año, aunque fuese una manzana de caramelo de alguno de los carros de chuches que rondaban por los alrededores del mercado.

Iba por la calle de la mano de mi padre, como siempre mirando hacia abajo. Me había percatado que las baldosas del suelo formaban una especie de rombos, que por lo menos en aquella tarde iban a tener por utilidad convertirse en objeto de mi diversión. Mientras iba saltando y esquivando las baldosas más oscuras, procuraba, como es natural, eludir las temerosas alcantarillas, para evitar males mayores. Me encantaba observar con qué perfección funcionaban mis piernas, no eran diferentes, eran sanas, delgaditas, ágiles, medianamente fuertes, como las de cualquier otro niño de mi edad.
De pronto, mi padre me llamó la atención, mantenía el dedo tendido en horizontal, apuntando fijamente a una tiendecilla de adornos navideños que se encontraba a unos diez metros de nosotros, y me recordó que debíamos de comprar una estrella  para el belén que el abuelo Enrique había montado para mí, ya que entre tanto alboroto de cajas, éste había perdido la del año anterior. Comencé a mirarlas todas con detenimiento, había de todos los colores y de todos los tamaños: enormes, gruesas, medianas, apaisadas, pequeñas, brillantes, minúsculas… Vaya, infinidad de modelos para elegir.
 Al cabo de unos cinco minutos, mi mirada se posó en una de ellas, ésta estaba en una esquina, apartada del escaparate y de los mostradores. Era la mejor que había visto en todo el puestecito.  Avisé a mi padre con mi inocencia y típico nerviosismo infantil, señalándole con seguridad la estrella de la esquina, mientras decía “¡Esa, esa! Esa estrella es perfecta para mí”. Mi padre llamó la atención de la atareada dependienta –“Señorita, ¿me puede enseñar aquella estrella de allí?”- La chica se subió en el escalón de la pequeña escalerilla que tenía a su derecha y alzó los brazos para alcanzarla. Cuando la puso en el mostrador, mi padre y la chica se percataron de que aquella estrella era distinta, que algo fallaba. La señorita se dirigió con educación a mi padre y le comentó- “Oh, lo siento señor, le buscaré otra, ésta esta defectuosa, le falta una de las puntas, la tiraré en cuanto pueda para evitar confusiones”. Esas palabras de educación de la chica, sin querer, se introdujeron en mí como punzadas de dolor en mi corazón. Fueron como un empujón para atreverme a retirar el guante de mi mano izquierda y tener la valentía de mostrar mi frustración. Me faltaba el dedo anular, nací con esa pequeña “minusvalía” que a mí me había provocado multitud de limitaciones. Todos tenían las miradas fijas en mi mano. Insistí en llevármela, dejando claro que aquella estrella era perfecta para mí. La chica, un poco desconcertada y percatándose de su ingenua metedura de pata, quiso regalármela, ya que en cierto modo sabía que no la iba a vender. En ese momento mi padre se opuso con rotundidad, obligó a la muchacha a vendérnosla por el mismo precio que podría tener cualquier otra estrella de sus mismas dimensiones y características. Aquella estrella no valía ni más ni menos, valía exactamente igual que todas, servía para decorar el belén de la misma manera que cualquier otra, tenía la misma luminosidad y las mismas cualidades para hacer la función de una magnífica estrella para un bonito belén.


De camino a casa mi padre no paraba de mirarme fijamente. Ese día me sentía distinto pero por primera vez en mi vida no me sentía diferente, seguía siendo aquella estrella defectuosa y aquel peón con limitaciones de siempre. Pero al menos esta vez se filtraba en mí algo tan ineludible como la ilusión y la satisfacción. Mi sonrisa se culminó justo después de escuchar las esperanzadoras palabras de mi padre: “Escucha enano, los peones, pasito a pasito también son capaces de comerse al rey”.